La época de las persecuciones
Usaremos el relato que hace John Pollock, en su libro "El apóstol" (1989, Ed. Vida), para situarnos en la escena histórica e iniciar este bloque:
"En La Valetta había invernado otro barco triguero de Alejandría, el cual llevaba por mascarón en proa la figura de los dioses gemelos, Cástor y Pólux. Cuando a principios de febrero del 60 su capitán decidió aprovechar el buen tiempo para cubrir la corta distancia que le quedaba, aunque todavía no comenzaba la temporada de navegación, Julio reservó los pasajes. El viaje fue extraordinario, y al fin Pablo llego a la bahía de Neápolis (que hoy se llama golfo de Nápoles) y vio el Vesubio, cuya espiral de humo ascendía perezosamente al cielo, y la ciudad de Pompeya, que ignoraba que le quedaban tan solo 19 años de existencia. El barco triguero atracó en Puteoli, que en aquel entonces era el puerto principal de la bahía y donde Pablo y sus compañeros hallaron algunos hermanos. Julio les permitió que se quedaran una semana como huéspedes de ellos, sea porque sabía que no lo esperaban aún en Roma y quería que Pablo disfrutara por última vez de un poco de relativa libertad, o porque no podía soportar la idea de que sus días con Pablo estaban contados.
Cuando por fin se propusieron reunirse en la vía Apia, Pablo estaba un poco nervioso y desanimado por lo que pudiera acontecer más adelante, tanto ante Nerón como entre los cristianos en Roma, a los cuales en otro tiempo les había escrito con mucha alegría y vigor, pero que no le debían su fe a él. En el Foro de Apio, centro comercial situado a 69 km de Roma, Pablo se encontró con creyentes romanos que corrieron a darle la bienvenida después de oír las noticias de Puteoli. En Tres Tabernas, estación o paradero que distaba a 53 km de Roma, había otro grupo. "Al verlos, Pablo dio gracias a Dios y cobró ánimo".
Más de un millón de ciudadanos libres y casi un millón de esclavos vivían en las siete colinas o entre ellas, algunas de las cuales tenían amplios jardines y suntuosos palacetes; en el Palatino, al pie del palacio de Nerón y donde ahora está el Coliseo, estaban excavando un gran lago ornamental para deleite del emperador. Pablo tuvo una pequeña oportunidad para ver el foro y los grandes edificios públicos; después Julio entregó los presos a su superior jerárquico. A los criminales convictos se los llevaron a fin de prepararlos para la muerte que sufrirían de un modo u otro; pero a Pablo lo pusieron bajo arresto en una casa alquilada a sus propias expensas. Desde luego, esta no estaba en los barrios bajos, el laberinto de calles angostas y casas endebles de donde cada cierto tiempo salía el populacho a hacer alboroto. Probablemente el apóstol tenía una casa de regular tamaño - o tal vez era pequeña, pero con un jardín espacioso - dentro de los muros cercanos al campamento de la guardia pretoriana que había en el Celio, colina situada al norte de Roma.
El ruido sordo de las carretas que transitaban de noche por la angosta calle adoquinada, cuando se les permitía a los campesinos llevar sus productos a los mercados, el barboteo de los peatones que se abrían paso a empellones en el día, los lejanos rugidos de las entusiasmadas multitudes que asistían al Circo Máximo durante las carreras de cuadrigas o los combates de gladiadores, el hedor de una ciudad grande incluso en invierno, cuando llegó Pablo, y el riesgo de contraer la malaria en el verano no contribuían a la comodidad ni al lujo. Y los reglamentos exigían la presencia permanente de un soldado al cual el apóstol tenía que estar encadenado. Pero no estaba en prisión; podía tener amigos a su lado e invitar a todos los que quisiera.
Tres días después de su llegada, Pablo mandó llamar a los principales judíos de Roma. Cuando llegaron, les dijo: "Hermanos, aunque yo no he hecho nada contra nuestro pueblo ni contra las costumbres de nuestros antepasados, en Jerusalén me arrestaron y me entregaron a los romanos, los cuales, después de interrogarme, querían soltarme, porque no me hallaron culpable de nada que mereciera la pena de muerte. Pero como los judíos plantearon una objeción, me vi obligado a apelar al César, aunque no tengo ninguna acusación que presentar contra mi nación. Por eso los he llamado para verlos y hablar con ustedes; porque es por la esperanza de Israel que llevo esta cadena."
Los líderes judíos no podían decir si Pablo recibiría el favor y la protección del emperador, porque en ese periodo del reinado de Nerón carecía de influencia en el palacio. Simplemente replicaron: "Nosotros no hemos recibido ninguna carta de Judea acerca de ti, ni se ha presentado ningún compatriota tuyo a comunicarnos o contarnos nada que pudiera desacreditarte. Pero creemos que sería mejor oír de tus propios labios tu opinión, porque todo lo que sabemos de esta secta es que en todas partes se la desaprueba."
Como muchos de los cristianos de Roma eran judíos de nacimiento, los líderes sabían más de lo que reconocían; pero Pablo recibió con mucho gusto la oportunidad que se le presentaba para predicar en el orden en que lo hacían normalmente al llegar a alguna ciudad: "al judío primeramente". El día señalado llegó un número considerable a donde estaba alojado. Desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas de la tarde, Pablo "les habló del reino de Dios y trató de persuadirlos acerca de Jesús, basándose en la Ley de Moisés y en los profetas". Algunos se convencieron; pero otros se negaron a creer. Cuando ya se retiraban, el apóstol les citó a Isaías, el texto que había usado Jesús y en el cual Dios reprende a Israel por su obstinada ceguera: "El corazón de este pueblo se ha encallecido, sus oídos se han vuelto torpes para oír y han cerrado sus ojos, por temor de que vean con los ojos, oigan con los oídos y entiendan con el corazón, y yo los sane." Luego les dijo: "Sepan bien que Dios envía esta salvación suya a los gentiles, y no les quepa duda de que ellos la escucharán". Y los judíos se fueron, discutiendo acaloradamente entre sí.
Este fue el inicio de un período que, no obstante los 60 años del apóstol, fue tan difícil como cualquier otro de su vida. "Pablo se quedó dos años enteros -son las últimas palabras que escribió Lucas en Hechos - en la casa que había alquilado y recibía a todos los que venían a él, predicando el reino de Dios y enseñando acerca del Señor Jesucristo, con toda franqueza y sin que nadie se lo impidiera."
Los escritos de Pablo confirman las palabras de Lucas: "Dios ha hecho de mí un servidor de la iglesia -escribió el apóstol desde Roma -, por el encargo que él me dio... anunciar de forma completa su mensaje, es decir, el secreto que desde hace siglos y generaciones Dios tenía escondido, pero que ahora ha manifestado a los suyos. A ellos Dios les quiso dar a conocer la gloriosa riqueza que ese secreto encierra para los gentiles. Y ese secreto es Cristo, que habita en ustedes y que es la esperanza de la gloria que han de tener. Nosotros anunciamos a Cristo, aconsejando y enseñando a todos en toda sabiduría, para presentarlos perfectos en Cristo. Para esto trabajo y lucho con toda la fuerza y el poder que Cristo me da" (o "con toda la energía que él tan poderosamente produce en mí").
(Páginas 296-299)
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