Pepa Castillo, en su libro "Año 312. Constantino: emperador, no cristiano" (Ediciones del Laberinto, 2010), escribe:
“El sistema tetrártico de
Diocleciano era (…), una nueva teología política en la que cada augusto con su
correspondiente césar pertenecía a un linaje de origen divino, el de Júpiter o
el de Hércules. En este esquema los augustos eran elegidos de los dioses y
herederos directos de su poder y virtudes, por lo que gobernaban con su poder,
en su nombre y según sus dictámines. Planteado así, Diocleciano no optó por el
sincretismo solar como hicieron antes Galieno y más tarde Aureliano, ni por el
dios de los cristianos, sino que retomó las divinidades romanas tradicionales,
porque creían que sólo los dioses y los héroes olímpicos podían devolver la
grandeza al Imperio romano, como ya había ocurrido antes. Por lo tanto, su opción suponía para los cristianos
intolerancia y persecución, aunque los edictos de persecución ni fueron una
de sus principales prioridades al subir al trono porque la agudeza política del
emperador aconsejaba prudencia en lo relacionado con esta minoría que no fomentaba la rebelión, que se había introducido en
todas las capas sociales y en la vida política del Imperio (ejército,
administración, corte imperial) y que ya no era vista por los paganos como
peligrosa e imposible de asimilar. Por
primera vez, los cristianos eran, para una gran mayoría, personas normales que
frecuentaban los mercados, las plazas, las termas, que adoraban a un único dios
pero sin hacer mal a nadie. En este
clima de condescendencia popular, el emperador se debatía entre la tolerancia y
la intransigencia, habiendo sobrados argumentos para aplicar la primera,
como, por ejemplo, el que hubiese permitido la construcción de la iglesia
cristiana de Nicomedia ante el palacio imperial, o designando a cristianos
para puestos en su corte, o que respetables miembros de su entorno simpatizasen con ellos, como su esposa y su hija. A Diocleciano no le interesaba quebrar el orden público interno con disturbios y fanatismos religiosos: al fin y al cabo, él era el representante de Júpiter en la tierra, un dios que encarnaba el Orden, el Buen Gobierno y la Ley. Por todo esto, las persecuciones no parecían formar parte de su proyecto de Imperio, al menos de momento.
para puestos en su corte, o que respetables miembros de su entorno simpatizasen con ellos, como su esposa y su hija. A Diocleciano no le interesaba quebrar el orden público interno con disturbios y fanatismos religiosos: al fin y al cabo, él era el representante de Júpiter en la tierra, un dios que encarnaba el Orden, el Buen Gobierno y la Ley. Por todo esto, las persecuciones no parecían formar parte de su proyecto de Imperio, al menos de momento.
Sin embargo, su primera disposición al respecto fue expulsar del ejército y de la
administración imperial a todos los cristianos, siendo muy conocido el caso
de Marcelo, un centurión que se negó públicamente a rendir juramento de
fidelidad al emperador y a participar en las guerras al servicio de monarcas
idólatras, por lo que fue castigado con la muerte (…).
Oráculo de Apolo en Dídima |
Si después de esto el emperador
aún tenía dudas, éstas se disiparon gracias a la manipulación y continuas
presiones de su césar Galerio, “una
bestia dotada de una barbarie innata y de una fiereza ajena a la sangre romana
(…), una horrenda masa hinchada y rebosante, que tanto por su voz, como por sus
acciones y por su aspecto físico, causaba a todos terror y pavor” (Lact., De mort. Pers., 9.2-4). Y tomada la
decisión, comenzó la “Gran persecución” el
23 de febrero del año 303 con la demolición de la iglesia de Nicomedia en
presencia de Diocleciano y Galerio, que desde uno de los balcones del palacio
contemplaron toda la escena (…).
Al día siguiente de un acto de
demolición tan significativo, se publicó el
primer edicto en estos términos: en
todo el Imperio se debían derribar iglesias y confiscar sus objetos de culto,
prohibir las reuniones culturales, llevar a las autoridades biblias y libros
litúrgicos para proceder a su destrucción pública; todos aquellos que profesasen
esta religión debían ser expulsados de sus cargos públicos, perdiendo así todos
sus derechos civiles y pudiéndose emprender cualquier querella contra ellos, al
tiempo que ellos no podían emprender ningún juicio por injurias, adulterio o
robo; y si un cristiano de clase alta era acusado de un crimen, podía ser
torturado como cualquier miembro de las clases inferiores; por último, no era
posible liberar esclavos cristianos.
El edicto era un ataque a la
Iglesia como institución y a los cristianos de las clases dirigentes, (…) el
martirio sólo se aplicaría en aquellos cristianos que se apartasen de la ley
romana. Sin embargo, proporcionaba, quizá sin saberlo, la base legal para la “Gran
persecución” en Oriente, de manera que al final ocurrió (…) una persecución
abierta y sangrienta.
Meses después de la publicación
del edicto, algunos cristianos de Nicomedia se tomaron la revancha y provocaron
un incendio en el palacio imperial, siendo destruido por las llamas el
dormitorio de Diocleciano. Aquello fue el detonante para que se intensificasen
las persecuciones y se promulgase un segundo
edicto en el verano de este mismo año, cuyas víctimas fueron los miembros
del clero. No tardó mucho el llegar el tercer
edicto, que era una especia de amnistía para el clero, ya que este podía
librarse de la muerte segura si ofrecía un sacrificio a los dioses paganos. Con
todo, las muertes y las torturas se
multiplicaron por doquier, personas de ambos sexos y de todas las edades eran
arrojadas al fuego o al mar con ruedas de molino atadas a los pies, o bien eran
desolladas vivas.
En abril del año 304, Galerio puso en vigor el cuarto edicto (…), el más cruel de
todos entre otras cosas porque en él se
promovía una persecución total que no sólo afectaba al clero, sino también a
toda la población cristiana de Oriente. El edicto obligaba a todos los
habitantes de Oriente, sin excepción, a ofrecer sacrificios bajo pena de muerte
para quien se negase, así que muchos fueron los condenados a la hoguera o
decapitados (…) Las provincias más castigadas por el nuevo edicto fueron,
sin lugar a dudas, Bitinia, Siria, Egipto y Palestina.
Con todo, los edictos no se
aplicaron con el mismo celo en todo el Imperio, ni en todas las provincias. (…)
En Occidente, por ejemplo, se ejercía cierta presión sobre el colectivo
cristiano pero sin llegar al derramamiento de sangre, pues Constancio, el césar
y después augusto de Occidente, no veía en los cristianos ninguna amenaza para
el Imperio, motivo por el que fue moderado en la aplicación de los edictos y
tan sólo alejó a los cristianos de la corte y derribó alguna iglesia, pero no
firmó ninguna condena." (Páginas 56-61)
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